PRÓLOGO

 

¿Qué relación hay entre un asesino y los trastornos mentales? Un asesino, ¿nace o se hace? Estas serían las preguntas que nos podríamos hacer al leer este libro.

La verdad es que, aun existiendo un «gen de la maldad», cuando se hace un estudio del perfil psicológico de un asesino, son muchas las razones que pueden llevar a una persona a cometer un asesinato: amor, celos, drogas, venganza, incluso el azar; eso establece también los tipos de asesino: asesinos múltiples, asesinos en serie, asesinos erráticos, asesinatos cometidos entre familiares; así como las herramientas utilizadas para el asesinato.

Se hace imposible hacer un único perfil para todos los asesinos, porque cada uno tiene una carta de presentación o firma diferentes, pero hay algunos rasgos similares entre todos:

  1. Ven a la otra persona como una amenaza para lograr sus fines o como la causante de sus frustraciones o fracasos. En este caso, es posible que carguen sobre una persona concreta toda su ira, ya que le recuerda a otra persona; una que le ha hecho daño o marcado en su infancia.
  2. Sicarios y psicópatas, son aquellos que disfrutan matando porque sí, o que son contratados para ese fin y se ganan la vida con ello.
  3. Son personas con un bajo nivel de empatía. Los asesinos no llegan a gestionar sus impulsos en circunstancias que los desestabilizan, encontrando como única salida quitarle la vida a cualquiera que se acerque demasiado a su espacio personal.
  4. Asesino NO psicópata. No en todos los casos detrás del asesinato hay un trastorno, encontramos a personas mentalmente estables que cometen crímenes llevados por un hecho puntual. En estos casos no habrá alteración de la realidad o psicopatía y nunca será un asesino en serie.
  5. En muchos de los casos, el asesino elige personas vulnerables, fáciles de controlar. Bajo la apariencia falsa y, mostrando una total normalidad, manipulando o incluso seduciendo a su futura víctima, consiguen que estas personas confíen en él, cosa que los llevará a la muerte.
  6. La mayoría de los asesinos en serie provienen de familias con problemas o desestructuradas. Muchos han vivido de primera mano la violencia o los abusos a lo largo de la vida, por lo que han creado una coraza para no sentir ni dolor ni empatía por los demás. Sus asesinatos suelen recrear escenas vividas en su niñez y que los han marcado para siempre.
  7. Un asesino no nace, se hace según las circunstancias relacionadas con su vida, sus experiencias o vivencias. Un asesino, habitualmente no está loco o perturbado, muchos de ellos saben perfectamente lo que están haciendo al cometer el crimen…

 

Y, ¿Qué pasa cuando el asesino se esconde detrás de las confesiones hechas a un párroco?

 

CONFESIONES DE UN PERTURBADO

 

Título original: Confesiones de un perturbado

© de la obra: Magda Guarido Jonema, 2021

© de la edición: Ediciones Embrujo

Ilustradore: Noemí Guarido Núnez

Primera edición: junio 2021

Edición: Ediciones Embrujo

ISBN: 978-84-123935-2-1

Depósito legal: AL 1889-2021

Impreso en España - Unión Europea

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CAPÍTULO 1 

 

—Buenos días —murmuró Jacinto dejando descansar sus cincuenta y siete años al lado de la pesada puerta de cristal, que daba acceso a las oficinas de la casa cuartel y que se cerraba lentamente a su espalda.

—Hola, buenos días —contestó el agente cuarentón que se sentaba detrás del mostrador.

Era un hombre de constitución fuerte, rasgos duros y las cejas pobladas. Hablaba levantando la vista por encima de las gafas. Debajo del tricornio se podía intuir su cabello moreno.

—Vengo a entregar este paquete a la persona al mando —dijo Jacinto.

—Aguarde un momento en la sala de espera, por favor, es la primera estancia de la derecha, fácil de reconocer porque no tiene puerta —indicó el agente con voz áspera, luego levantó su pesado cuerpo de la silla giratoria y señaló con el dedo la entrada de la sala en cuestión.

El agente caminó detrás de Jacinto por el corredor y entró en un despacho que había al fondo. Al poco tiempo salió acompañado de un joven de ojos oscuros, pelo claro y cuerpo atlético. Su paso era firme y seguro y llevaba sobre el pecho tres medallas que lucía con orgullo.

—Buenos días, caballero, dice mi compañero que me busca. ¿Podría decirme de qué se trata?

—Quisiera entregarle algo, pero solo puedo dárselo a su superior en persona —dijo sujetando un pequeño paquete entre las manos.

—Yo soy el sargento, el cargo superior en estos momentos. Deje sus datos en el registro de visitas, enseguida estaré con usted.

El joven regresó al despacho con el mismo paso firme con el que había salido, se paró en la puerta y miró atentamente a aquel extraño hombre de pelo cano, manos grandes y ropas arrugadas. Observó una leve joroba, seguramente, consecuencia de una vida laboriosa en el campo, y vio como en su rostro se marcaban las arrugas de haber sido dura y difícil.

El hombre sacó el carné de identidad y se lo entregó al agente.

—Jacinto Peralte Vallejo. ¿Es correcto? —preguntó el agente sin levantar la vista de la instancia que estaba rellenando.

—Sí, es correcto.

—Le atenderán enseguida, si lo desea puede regresar a la sala.

La estancia era fría con sillas viejas de madera oscura recién pintadas; las paredes blancas con algunos desconchones en la pintura que empezaba a caer y dos pequeñas ventanitas, en la parte alta de la sala, que apenas dejaban entrar la luz del día.

El agente se sentó de nuevo, leía unos papeles a los que no dejaba de dar vueltas y que luego introducía en una antigua máquina de escribir que hacía un sonido torturador. Sobre el mostrador había un calendario de cartón del año mil novecientos ochenta y cinco, con un círculo que rodeaba el diecisiete de septiembre. Un cenicero de latón lleno de colillas aplastadas completaba la decoración del lugar.

El mostrador de madera mostraba el desgaste del tiempo, algunos arañazos que se intentaban cubrir bajo un esmerado cuidado. Todo aquello dejaba entrever la antigüedad del lugar y de los casos que habrían pasado por allí a lo largo de los años. De repente, Jacinto escuchó como lo llamaban, era el joven sargento que hacía gestos para que se dirigiera hacia él, este se levantó y se acercó arrastrando los pies.

Una vez dentro del despacho, el joven le ofreció asiento a Jacinto y se acomodaron uno frente al otro.

—¿Y bien, señor Peralte? ¿Usted dirá? —preguntó cruzando los brazos sobre la mesa.

—Le traigo esto —dijo acercándole suavemente el diario—. Un amigo me encargó que solo se lo diese a la persona adecuada.

—¿Y por qué de la importancia de entregarlo aquí, en la Guardia Civil?

—Cuando un amigo te pide un favor hay que cumplir, además tengo curiosidad —dijo Jacinto esbozando una pícara sonrisa.

—¿Curiosidad? ¿De qué tipo? —preguntó el sargento frunciendo el entrecejo algo confuso.

—Me pregunto cuánto tardaremos en volver a vernos después de leer este libro… —contestó mirándolo fijamente.

Las miradas de los dos hombres se cruzaron durante unos segundos y finalmente Jacinto añadió:

—Gracias por atenderme, ¿Señor…? —dijo tendiendo su mano para despedirse.

—¡Ay! Discúlpeme soy un despistado —exclamó a la vez que se ponía en pie—. Soy el sargento Omar Sánchez.

—Bien, gracias otra vez, Sr. Sánchez. Estoy seguro de que un hombre de su cargo tendrá mucho trabajo para andar perdiendo el tiempo con personas como yo. Adiós, que tenga usted un buen día. —Jacinto se dirigió a la puerta del despacho.

Omar estaba realmente contrariado, de repente aquel hombre, que le portaba un misterioso paquete y, con un aire enigmático suelta “personas como yo”, ¿a qué se referiría?, y, ¿por qué quería saber cuánto tardarían en verse?

—Igualmente caballero. —Omar se despidió haciendo un leve gesto con la cabeza y se sentó de nuevo.

Cuando Jacinto cerró la puerta del despacho, Omar cogió entre sus manos aquel intrigante paquete y lo estudió minuciosamente durante unos instantes, ¿Qué sería?, parecía simplemente un libro envuelto en papel de periódico y un cordel. Omar tenía la mesa llena de expedientes que revisar y papeles que pedían a gritos su firma, pero…, pudo más la curiosidad que la paciencia y lo abrió. Era un diario antiguo con las cubiertas de piel color rojo vino y el borde de las páginas en oro viejo al igual que la inscripción de la tapa, Diario del padre Fermín, pero que estaba parcialmente borrada por el desgaste. Era un librito de tamaño mediano y de unas trescientas páginas, de las que algunas tenían la tinta corrida y otras parcialmente rotas. Estaba bien escrito, con una caligrafía exquisita. Quiso dejarlo para más tarde y seguir con sus otros casos, pero era tal el embrujo que le fue imposible concentrarse en otra cosa y lo empezó a leer con total interés.

Sábado, 13 de julio de 1968

 

Hoy, a mis sesenta y seis años, empiezo una nueva aventura. Han sido muchos los lugares por los que he tenido el placer de repartir mis enseñanzas y, ahora que todavía estoy en edad de ofrecer mucho a la parroquia, tengo la alegría de poder ejercer en este precioso pueblo de Burgos. Han sido varios años en el Monasterio y estoy feliz de poder salir para emplearme a fondo en este proyecto. La idea es volver a despertar la fe entre los vecinos y conseguir que una pequeña iglesia reflote tanto a nivel humano como estructural, ya que necesita algunos arreglos.

Han venido dos personas afines al anterior párroco, que murió de mayor hace unos meses. Me esperaban en la estación de autobuses de Lerma. Al bajar del autobús, el hombre se ha acercado, ha cogido mi mano como si no quisiera dejarme escapar, tan fuerte que casi me rompe los huesos, me ha mirado con sus ojos de gato mimoso y me ha dicho:

—¿Padre Fermín? ¡Qué ilusión me hace tenerlo ya entre nosotros! —ha expresado con satisfacción.

Esbocé una sonrisa y asentí:

—Sí, yo también estoy contento de haber llegado por fin.

—Me llamo Juan, ella es María, mi esposa —me dijo orgulloso—. ¿No lleva equipaje?

—Sí, está en el maletero.

—Pues no perdamos tiempo —contestó entusiasmado.

Mientras él se dedicaba a recoger mi equipaje, me quedé con su esposa. María es una mujer delgada; de estatura baja, cara fina y una sonrisa única que inspira confianza. Sus ojos de mirada azul me trasladaron a la época en que estuve en Santander, paseos junto al mar Cantábrico que acompañaban interminables charlas con amigos y feligreses. Me encantaba ir al barrio pesquero, un lugar con una larga historia, siendo su fuente de ingresos principalmente el de la pesca, un barrio sin demasiados recursos económicos, pero lleno de personas humildes y trabajadoras.

Cuando ha llegado Juan, María le ha cogido una de las maletas y nos hemos marchado al aparcamiento. Allí nos esperaba un coche blanco, era pequeño, pero suficiente para nosotros tres. Nos encaminamos al pueblo y, mientras recorríamos el camino, he contemplado las grandes extensiones de pinos, encinas y chopos, así como los campos de cereales que se alejan en el horizonte. Diviso algunos pueblos que parecen correr en la misma dirección que nosotros, con sus fachadas de adobe y que se despiden a medida que los dejamos atrás. Al ver todo aquello, me viene a la memoria el Monasterio y mis amados e inolvidables compañeros. ¡Qué bellos recuerdos! Cuando estás lejos de los tuyos, es cuando te das cuenta hasta qué punto echas de menos a las verdaderas amistades.

A medida que nos acercamos a casa de Juan y María, me fijo en ese pequeño puzle de casas bajas, enmarcado por el bello paisaje de las tierras castellanas. Lleno de callejuelas con un mismo destino: la plaza mayor, donde se sitúa la casa consistorial, un edificio algo más grande que el resto de los hogares, en el que se comparten labores de política, enseñanza y culturales. Al llegar a la plaza, Juan aparcó el coche y descargó el equipaje. Allí había algunos vecinos sentados en los bancos de cemento. María me contó que aprovechan cuando baja el sol para reunirse y charlar y que en verano son muy altas las temperaturas para estar por las calles. Juan me ha presentado a David, a la esposa de este y el maestro del pueblo, don Elías, un hombre cordial y atento. Luego, se han acercado otros dos vecinos que educadamente se han presentado, la señora Soledad y Javier, pero yo estaba tan cansado del viaje que me he excusado ante tanto agradecimiento y he preferido ir a descansar a casa de Juan.

La casa de Juan está muy cerca de allí, una casa de dos plantas que tiene la cocina, baño y salón en la planta de abajo y tres habitaciones en la parte de arriba, una de las cuales han preparado para mí con todo lo necesario para descansar y tener mi independencia.

Ya era algo tarde para más y hemos decidido picar algo ligero y acostarnos.

 

Domingo, 14 de julio de 1968

 

Juan me ha acompañado a la iglesia. Hemos paseado tranquilamente hasta ella, hablando de cosas banales. Al acercarnos al final de la calle, vi una preciosa iglesia de estilo románico, aunque ha sido modificada en varias ocasiones por el desgaste y se nota la influencia de otros estilos como el gótico. Su fachada sur luce tres arcos que descansan sobre columnas con sus capiteles bien labrados con: arpías, flores de lis, bolas, hojas de acanto… En su interior nos encontramos una sola planta, alargada y rectangular, con una nave central y dos laterales separadas por pilares, al fondo unas escalinatas que suben al coro y, debajo, la pila bautismal, que se considera la pieza más importante de la iglesia, y está formada por un pie con molduras circulares y una copa de 110 cm. En una de las arcadas cinceladas en la copa encontramos una cruz griega rodeada por un círculo, algo habitual en las pilas del estilo y comarca. El retablo mayor es de estilo rococó y ocupa toda la cabecera del templo, de aproximadamente siete metros de altura por unos seis de ancho. Aunque está muy estropeado, se distinguen sus dos colores principales, el verde y el dorado, además de rocallas y ornamentos variados. Un sagrario, santo Tomás de Aquino y san Francisco Javier, hacen compañía a la pieza principal, la imagen del apóstol santo Tomás, patrono del pueblo, a los pies una pequeña talla de la Virgen María y otra de san Roque, aunque todo ello necesita un exhaustiva revisión y cuidado. A la derecha del altar, bajando las escalinatas de mármol, hay una estancia donde está la sacristía y el aseo. En el centro de la iglesia, tenemos dos hileras con doce bancos de madera cada una que habremos de revisar porque he podido observar más de una rotura en ellos. Sus paredes son de piedra de sillar, está en buen estado, pero hay que limpiarla a conciencia.

Le he preguntado a Juan por qué estaba tan desatendida y dejada, me ha explicado que el párroco anterior era muy mayor y no tenía demasiados recursos económicos para hacer mejoras, eso también provocó que la afluencia de feligreses fuese menguando hasta casi desaparecer.

Me he situado en el altar y he observado detalladamente cada hilo de luz que entra por los rosetones, con algunos de sus cristales rotos, pero que no turban la belleza y dispersan todo su colorido. A mi espalda se sitúan todos aquellos que han de guiarme en el camino y a los que doy gracias por ello. Imagino a los lugareños escuchándome con atención. Me impaciento con la llegada de ese momento, como se impacientan los mozos esperando a las mozas para cortejarlas. Aunque, por otro lado, no sé si conseguiré reunir a los vecinos para que asistan a la misa.

 

Viernes, 15 de noviembre de 1968

 

Querido diario, ha sido ardua mi labor en esta capilla. Había tantas cosas por hacer que hemos tardado cuatro meses en tenerlo decente para poder ejercer. Poco a poco iremos terminando lo que ha quedado sin hacer, como las cristaleras o el altillo del coro. Juan se encargó de pedir ayuda a algunos vecinos y estos respondieron sin dudarlo.

Se han pintado de blanco las paredes de la sacristía. David es carpintero y ha restaurado muchos de los bancos y el confesionario que estaba en desuso, tanto que ni siquiera se aguantaba firme si entrabas dentro, lo ha reforzado y barnizado, ha quedado como nuevo; estoy seguro de que será de mucha utilidad. Los jóvenes lo han vuelto a situar junto a una de las paredes laterales, es el único hueco donde no estorba al paso de los feligreses. Yo me he dedicado al limpiar con mucho esmero y prudencia el retablo, la pintura de las imágenes está algo arañada, pero eso deberá restaurarlo un experto.

Durante el tiempo que han durado las obras, ha estado sentado en uno de los bancos un hombre joven con aspecto desaliñado y abundante barba. Lo ha hecho todos los días. No ha hablado con nadie y no lo he visto participar en los trabajos. Pasó todo el tiempo pendiente del confesionario, era como si fuese lo más importante para él.

Menos mal que los vecinos son gente de buen corazón y han ayudado de una manera desinteresada, porque no tenemos demasiados ahorros.

Hoy todos hablaban del concurso de la televisión Un millón para el mejor y decían que si algún día les toca el premio construiremos una iglesia nueva, más grande y con unas bonitas vidrieras de colores, lámparas doradas, un altar de mármol adornado con flores y un retablo con los santos que protegen la zona, pero que, de momento, con eso de que el salario mínimo ha subido a ciento dos pesetas, están felices y se conforman con la que tenemos.

 

Sábado, 16 de noviembre de 1968

 

Son las seis de la mañana, no puedo esperar a la noche para escribir. Tan solo unas horas me separan de la prueba de fuego.

Hace tiempo que no me pongo frente a una congregación y, aunque durante estos meses he podido conocer a gran parte de los vecinos más fieles a la parroquia, siempre tienes ese gusanito que corre por el estómago cuando uno debe ponerse ante los demás para hablar en nombre de nuestro señor.

Mi sotana está desgastada, la he zurcido y ahora con un buen planchado quedará lista.

La vida ha estado llena de momentos buenos, en mis enseñanzas, en las parroquias donde he compartido mi fe y en la gente que me ha rodeado. Recuerdo con cariño aquel pueblo en Salamanca, allí había una Asociación que trabaja con temas de inmigración, además de gestionar el papeleo necesario para diferentes trámites, también lleva a cabo actividades con niños y adolescentes. En aquel lugar conocí a un niño de ocho años, Hashim, que tenía problemas en el colegio por ser africano, realmente no por ser de dicho continente, sino, por ser negro. Los demás niños lo insultaban porque no sabía hablar bien el castellano, daba lástima que un niño tan pequeño sufriera tanto. Un día la presidenta de la Asociación me preguntó si podía ir a dar una charla sobre otras culturas, la importancia de conocerlas y respetarlas. Era algo nuevo, pero consideré que era bueno que los niños se relacionaran con todo tipo de personas de cualquier lugar del mundo.

Al día siguiente me personé en la escuela y estuvimos charlando con ellos. Estaban muy confusos sobre las diferentes razas, costumbres e idiomas. Fue una jornada entretenida e, incluso, divertida debido a las imaginativas preguntas que hacían los más pequeños. Al irnos acercando al final de la reunión le pedimos a Hashim que se pusiera en pie y contase un poco de dónde venía y qué hacían allí los niños. Sus compañeros se llevaron una gran sorpresa al saber lo corta que es la infancia allí. Él era de un pueblo pequeño del norte de África, entre Argelia y Túnez. Contó que se levantan muy temprano para ir a estudiar a la escuela, que en algunos casos está a varios kilómetros de casa, luego al volver colaboran en el hogar o en el campo, incluso han de ir a por víveres al mercado, que de nuevo están muy lejanos. Para la cena se reúnen en grupos, los hombres por un lado y las mujeres y niños por otro, luego hacen sus rezos y a dormir hasta la mañana siguiente que todo vuelve a empezar; por eso su padre decidió cruzar el mar, poniendo en peligro sus vidas, pero con la esperanza de dar una vida mejor a sus hijos. Los niños cambiaron a partir de aquel momento su manera de ver a Hashim. Mientras yo me despedía de la maestra, los niños rodearon a su compañero para hacerle mil preguntas. Días más tarde me encontré con la maestra y me dijo que habían hablado todo el día de África y los alumnos estaban encantados.

 

Domingo, 17 de noviembre de 1968

 

Ya pasó todo, son ahora las ocho y diez de la noche, si el reloj no engaña a mi estropeada vista. No ha sido tan embarazoso como imaginaba. Éramos pocos, pero lo importante es que hemos empezado con buen pie. Juan y María estaban en primera fila, como no podía ser de otra manera, escuchando con atención cada uno de los versículos que yo buenamente leía. David también ha asistido junto a su esposa.

En los otros bancos se sentaban algunas vecinas, la mayoría gente mayor. También Javier, Inés y Soledad en el último banco; ellos dicen no ser muy adeptos a la iglesia, pero han acudido, que ya es un paso importante.

He leído algunos pasajes para recordar lo bueno de las personas y la necesidad de ser mejores seres humanos. Hemos rezado por el policía vasco que murió el otro día en San Sebastián. Ha resbalado por nuestro rostro alguna lágrima incontrolada; no podemos olvidar que hace pocos días, también mataron a un guardia civil. Espero que en el futuro no tengamos que llorar a ningún muerto más a manos de estos delincuentes.

En el último peldaño de la escalinata de piedra se ha sentado el mismo joven del otro día, vestía un pantalón oscuro y una camisa clara, que desde el lugar que yo ocupaba, me pareció observar que estaba algo arrugada y sucia. Tenía el pelo alborotado, como si acabara de levantarse de la cama. Debe tener alrededor de cuarenta años, físicamente me recuerda a mí cuando era joven. He visto una ligera chepa cuando andaba hacia la puerta de salida y también cojeaba ligeramente. Aunque pueda parecer extraño hay algo en él que me resulta familiar, como alguien al que has conocido antaño y al tiempo reaparece en tu vida.

Mientras leía los evangelios, movía nervioso las manos y miraba absorto los ventanales y los santos que hay en el retablo, pero se ha marchado antes de finalizar la misa. He tenido la impresión de que se sentía solo, necesitado de ayuda espiritual, aunque quizás son imaginaciones mías. A más viejo más maniático.

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