DRAMA SOCIAL CONTEMPORÁNEO

 

Esta novela está inspirada en hechos reales de la vida actual en el barrio viejo de Barcelona, donde la vida diaria es dura y los recursos sociales son muy básicos. El recurso a la droga, alcohol o prostitución es el pan nuestro de cada día.

 

El texto recoge escenas, palabras y comportamientos duros llevados al extremo, que son totalmente ficticios.

INOCENCIA PERDIDA

Primera edición: abril 2019

Segunda edición: marzo 2020

Depósito legal:AL.801-2019

ISBN: 978-84-1317-879-0

Editorial Círculo Rojo

www.editorial circulorojo.com

info@editorialccirculorojo.com

Impreso en España — Printed in Spain

Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida por algún medio, sin el permiso expreso de sus autores. Círculo Rojo no se hace responsable del contenido de la obra y/o las opiniones que el autor manifieste en ella

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com: 917021970 / 932720447)


CAPÍTULO I

Clara era una chica de dieciséis años que había nacido en Barcelona. Siempre había sido una niña despierta y avispada, delgada, con una piel morena y una melena a la altura de los hombros de color canela. Sus ojos verdes hacían que su mirada fuese atractiva y cautivadora, y se había situado seductoramente un lunar en la parte derecha del labio superior. Por su físico, aparentaba más edad de la que tenía; estaba muy feliz de no haber tenido nunca novio y ser todavía virgen, no entendía que muchas de sus amigas ya hubiesen tenido su primera relación sexual y les decía que quería estrenarse con alguien especial de verdad, con el amor de su vida o incluso, por qué no, con el que sería su marido. Sus amigas opinaban que eso eran tonterías, que estaba pasado de moda, pero Clara sonreía y seguía jugando a ser mayor.

Hija de madre soltera, siempre había vivido entre prostitutas; su propia madre practicaba esta profesión desde joven.

Era una gran estudiante, tanto daba que fuera Historia, que Ciencias… siempre sacaba notas por encima de la media. Todo ese esfuerzo buscaba conseguir el gran sueño de su vida: ser maestra de niños pequeños.

Una noche estaba estudiando sobre su cama para un examen importante, vestida como siempre que estaba por casa con una camiseta larga y la ropa interior, cuando de repente entró su madre rápidamente y tras ella un hombre que la empujaba.

—Clara, ve a mi habitación y ciérrate dentro —dijo la madre muy nerviosa.

Ella obedeció asustada, saltó de la cama y corrió hacia la alcoba de su madre, pero no le dio tiempo: tras ella entró aquel hombre nervioso y fuera de sí, bloqueó la puerta con una silla y empujó a la niña sobre la cama. Clara se quedó paralizada y en décimas de segundo se encontró rodeada por los brazos sudorosos.

—¡¡Mamá!! ¡¡¡Mamá, por favor!!!

El hombre la desnudó a la fuerza, le arrancó la camiseta y el pequeño sujetador dejando a su antojo los bellos pechos de Clara; se desabrochó el pantalón mientras forcejeaban.

Al otro lado de la puerta estaba su madre muerta de miedo, abrazaba un pequeño osito de peluche que la niña tenía desde muy pequeñita mientras le resbalaban las lágrimas. El hombre le abrió bruscamente las piernas, bajó la braguita de la joven y la penetró sin pensárselo. Los gritos de dolor que se escucharon fueron desgarradores, luego el sonido de una bofetada y el gélido silencio.

Clara sentía a aquel hombre en su interior, sus ojos permanecían cerrados, no quería ver el rostro de aquel que le estaba robando su más guardado tesoro. Notaba caer las gotas de sudor en su cuerpo, no entendía aquella situación tan inesperada como desagradable. Ya no gritaba, solo estaba en silencio deseando que terminase pronto y se marchara. César mordió los pezones de la niña y esta chilló de dolor; él puso su mano sobre la boca y continuó con el acto más degradante para una mujer. De repente, inspiró y sacó repentinamente el pene del interior de la chica dejando caer el semen sobre el vientre, lamió la cara de Clara y se levantó. La joven sintió aquel líquido caliente resbalando por las ingles, cerró las piernas y, cogiendo su almohada, ya no pudo retener más su llanto.

—No llores, putita; eres un brillante en bruto y ya verás como al final esto te gustará... Eres igual que tu madre —dijo César mientras se subía la bragueta.

Sacó la silla y abrió la puerta, salió y en el pasillo se encontró a Esther en el suelo; seguía abrazada al osito y llorando en silencio. Sus ojos, llenos de odio, se clavaron en los de aquel hombre y este dijo:

—¡Que no vuelva a pasar! O volveré a follarme a tu hija. ¿Me has entendido, cerda?

La cogió de los pelos y la levantó, la besó fuertemente en la boca y se marchó. Esther se acercó a la puerta de la habitación donde estaba la niña. Clara estaba mirando hacia la pared, acurrucada a su almohada. Se acostó a su lado, la abrazó por la espalda y se unió a su llanto.

—¿Por qué, mamá, por qué? —balbuceó Clara.

—Lo siento, cielo, ese cabrón no volverá a ponerte una mano encima, te lo prometo.

Y así, abrazadas, se quedaron dormidas. Llegaba la noche y Esther se despertó con la piel fría y la cara mojada; seguía abrazada a su hija y esta a su almohada, desnuda y también con la piel fría. Cogió una sábana del armario, la echó sobre el cuerpo de la joven y luego se dirigió a su armario. Como cada día, preparó detalladamente las piezas de ropa que iba a ponerse aquella noche; las colocó sobre su cama y se marchó a la ducha. Abrió la llave del agua esperando a que se calentase; poco a poco el vapor llenó el baño y empañó el espejo. Esther pasó la mano por él dejando su reflejo desfigurado, e, inmersa en su propia mirada, le volvieron los recuerdos de aquella historia que le había contado Irene cuando falleció su madre.

Mientras se duchaba se repetía una y otra vez que no dejaría que su hija viviera una vida tan desdichada como la vivida por ella. Lentamente se vestía, ensimismada, cautiva de unos pensamientos que no le dejaban ver demasiadas salidas. Cuando hubo terminado de acicalarse para una noche más de trabajo, y de una manera mecánica, se dirigió a la cocina y cogió un cuchillo de la cocina, lo envolvió en un trapo, lo escondió dentro del bolso y salió a la calle.

Esther había practicado en su juventud durante muchos años el bonito deporte del atletismo. Eso había esculpido en ella un bonito cuerpo, delgado pero fibrado y duro, con las curvas precisas para convertirse en una preciosa mujer. A la temprana edad de ocho años, fue capitana en el equipo de su escuela. Ya allí comenzó a ganar las medallas y copas que ahora adornaban su salón. Le gustaba cuidarse, por eso seguía corriendo varios kilómetros cada día y así mantenía en forma el cuerpo y la mente despierta.

Había crecido en un pequeño pueblo del extrarradio de Barcelona, un lugar donde las infraestructuras eran escasas y los estudiantes podían escoger entre el fútbol, el baloncesto, el atletismo o la natación, aunque para este último debías disponer de buenos ingresos porque los cursillos no estaban subvencionados y eran algo caros para algunas familias.

Los padres de Esther aprovecharon la pasión que tenía por correr para apuntarla desde muy pequeña a la actividad más económica y allí conoció a César. Era el año 1976. En el pabellón de deportes habían contratado a un nuevo específico para que se dedicara a las corredoras que mostraban cualidades para la competición, y así poder llevarlas a eventos escolares; el resto seguiría con el antiguo, perfeccionándose en la técnica.

Por aquel entonces Esther tenía catorce años y su cuerpo estaba algo más desarrollado que el del resto de las chicas de su edad. Era una chica alegre e independiente, acostumbraba a rodearse de chicos y chicas de cursos superiores, pues pensaba que los de su edad eran «infantiles». A César le llamó la atención desde el primer día, cuando, al llegar a la pista, la vio acercarse con sus zapatillas colgando del hombro, su mini pantalón de espuma y la camiseta de tirantes ceñida, que marcaba sus para entonces pequeños y redondos pechos. Iba riendo y jugando con Marina, su fiel amiga y compañera desde el parvulario.

Marina era una joven rellenita, con el pelo corto y moreno, llevaba gafas y no era demasiado guapa, pero tenía una gran sonrisa. Era hija única y siempre la habían tenido muy consentida, todo lo contrario que a Esther, por eso cada una de ellas ofrecía diferentes experiencias a la otra y así formaban un equipo de primera, tanto, que incluso los maestros tenían que separarlas para que no molestaran al resto de la clase con sus risas y escándalos. Una vez Marina se untó la cara con polvo de talco y se dibujó unas ojeras moradas, se apoyó en la puerta de la clase y llamó fuertemente con el puño. La maestra, al abrir, se encontró con un cuerpo muerto cayendo a sus pies y, al ver la cara pálida de la niña, casi se muere del susto... Claro que eso le costó un fuerte castigo, pero dicen que valió la pena.

César quedó prendado por la alegría que rebosaba Esther y, cuando llegaron a su lado, Marina preguntó:

—¿Es usted el nuevo entrenador? Porque esta chica —dijo señalando a Esther— es la mejor ¡en todo! Es rápida como el viento, vuela como los pájaros cuando salta las vallas y...

Esther le dio un fuerte golpe y la hizo callar, mientras añadía:

—Hola, señor.

La mirada de la chica se cruzó con la de su nuevo entrenador. César era un joven atlético, de tez morena y pelo corto. Tenía unos pequeños ojos verdes y una voz muy pausada y sensual: era más alto que Esther y su delgada constitución lo hacía realmente atractivo.

—¿No es usted muy joven para ser entrenador? —dijo Marina.

El joven sonrió y a Esther se le aceleró el corazón.

—¡A trabajar! —añadió el chico—. Empezaréis con unos estiramientos y unas vueltas suaves por la pista.

Marina resopló, dejó su bolsa en el suelo y se sentó para cambiarse las zapatillas. Esther estaba embobada mirando como César se marchaba hacia el otro lado de la pista, donde estaban el resto de sus compañeras de equipo.

—¡Esther! Despierta... ¿Pero qué te pasa? Ni lo mires... ¡Es tu entrenador! Y además es muy mayor para ti.

La chica se sentó y empezó a quitarse el calzado de calle, sin perder de vista cada movimiento que el joven hacía. De pronto César giró la cabeza y miró a las chicas. Esther se puso colorada y, sin saber dónde mirar, se volvió a colocar sus viejas botas en los pies.

—¿Pero qué haces? ¿Vas a correr con botas? —dijo Marina.

Las dos chicas se echaron a reír, se cambió el calzado y empezaron con el calentamiento. Al terminar estaban totalmente rendidas, como cada día, y se dirigieron a las duchas. Iban por el pasillo cuando de lejos vio a César acercarse mirando unos papeles.

—Ve delante Marina, ahora llegaré yo —le dijo a su amiga.

—Tú sabrás lo que haces.

Y se metió en los vestuarios. La joven se agachó para atar los cordones de sus zapatillas y al levantarse chocó con César, que estaba ya a su lado.

—¡Ay! No te había visto, disculpa.

Él se quedó pensando su nombre.

—Esther, me llamo Esther.

—Claro, lo sabía, no se me podría olvidar... Sabes, tienes una buena técnica cuando corres, ¿quién te ha enseñado? —preguntó el entrenador.

—Los monitores que hemos ido teniendo aquí en la escuela, nunca he tenido un entrenamiento especial, hasta ahora.

—Bien, pues haré de ti mi mejor corredora, bueno, si tú quieres, claro.

—¡Me encantará! Bueno, me voy, he de ducharme.

La chica entró en el vestuario, se apoyó en la puerta dando un enorme suspiro y le dijo a su amiga:

—Marina, ¡es guapísimo!

Las dos se echaron a reír otra vez y se metieron en las duchas.

—¡Dúchate, anda! —dijo Marina.

Los entrenamientos terminaban a las diez de la noche, y las chicas andaban rápido hacia sus casas mientras no dejaban de hablar de comida. Esther, por su delgadez, podría decirse que no comía nada, pero nada más lejos de la realidad. Su madre solía decirle que, si alguien la veía comer con tanta ansia, pensaría que no le daban de comer en casa.

En el camino se encontraron con un grupo de chicos conocidos en el barrio por buscar siempre peleas y meterse en problemas.

—¿Vamos por la otra acera? —dijo Marina.

—¡No! ¿Por qué hemos de cambiar nosotras? ¿No es acaso nuestra calle también? —contestó enfadada Esther.

—Nenitas... ¿Qué hacéis tan tarde fuera de casita? —se escuchó a lo lejos.

Las chicas siguieron caminando sin hacer caso de lo que escuchaban.

—¡Os he preguntado algo, niñas! ¿Se os ha comido la lengua el gato? —gritó uno de aquellos chicos a la vez que salía corriendo hacia ellas.

—¡Corre, Marina! —dijo Esther dando un grito.

Empezaron a correr calle arriba; eran demasiado rápidas y los jóvenes se dieron por vencidos.

—Les dimos esquinazo... —dijo Esther riendo y casi sin aliento.

—¡Un día no conseguiremos dejarlos atrás y entonces no te reirás tanto! —replicó su amiga.

—Hasta que ese día llegue no hemos de preocuparnos, ¿no crees? —añadió Esther mientras se despedía con el gesto de su mano.

Vivían las dos muy cerca, tan solo el autoservicio del señor Domingo separaba sus portales. Era la típica tienda de barrio, antigua, y el lugar donde puedes encontrar un poco de todo, y donde habitualmente sus madres hacían la compra mientras intercambiaban críticas sobre el resto de vecinas del barrio.

Marina vivía en la planta baja, en una preciosa casita adosada al edificio. No era demasiado grande, pero sí lo suficiente para sus padres y para ella, ya que, aunque le hubiese encantado tener un hermanito, sus padres decidieron que sería mejor quedarse con una y darle una buena vida y unos buenos estudios. En la parte interior tenía un pequeño jardín en el que su madre acostumbraba a pasar muchas horas cuidando sus flores y plantas. Al entrar a la casa un olor hizo mella en ella.

—¿Qué es esto que huele tan bien, mamá? —dijo relamiéndose.

—He preparado puré de lentejas, como a ti te gusta… —contestó la madre muy cariñosamente.

—¡Oh, mamá! Eres estupenda, no hay nada mejor que una buena comida después de un entrenamiento como el de hoy.

—¿Ha sido duro entonces? —preguntó su madre asomando la cabeza por la puerta de la cocina.

—¡Uff! Ni te lo imaginas. Ha venido un nuevo entrenador y ¡no veas qué duro es!

......¿Quieres saber más? Busca en Amazon o Amazon KDP...........